martes, 31 de mayo de 2011

Viaje desde Polipio

Un tren sale de su cabeza. Es sol lo que blanquea al pasto y calor lo que suda a los cuerpos. A uno de ellos, en medio de algún lado, le sale un tren de la cabeza.
No hablamos de la idea de un tren, un truco visual, o el enganche cartulínico propio de la más neófita maestra jardinera. Siquiera me refiero a una extracción quirúrgica de la fotografía de un tren previamente introducida por distintos orificios receptivos del cuerpo para tales fines.
No.
Literalmente un tren sale de su cabeza, con tantos vagones como número de estrofas tenga la canción que esté cantando el tipo. Porque hablamos de un tipo, de un hombre, y de un tipo de hombre bastante peculiar. De esos a los que le salen cosas de la cabeza que no son mocos ni pelos ni gotas.

Este es su gran problema; y así trataré de narrar noblemente el origen (y con sello de cera prometo que les deberé eternamente la conclusión):
Su cabeza pertenece a un cuerpo que una vez fue niño que antes feto que otrora raya en un test de preñez bastante elemental leído por la moza de un bar vetusto a la que el nombre Polipio le resultaba mágico.
Polipio entonces.
Así se llama Polipio, y así es que con ese nombre a cuestas, en su propia casa construyó una pieza con paredes de pasto mullido a la que él sólo ingresa solo, y de la que sólo el solo sale, con una bolsa repleta cada tres o cuatro entradas.
Visto y considerando, y sacando el considerando, voy por lo visto, que es Polipio.

Este es su gran problema; y así intentaré de contar fiacosa y vagamente su desarrollo (aunque claro está, como advertí, un remate ausente tiene más de subasta malograda que de final honorable):
Este tipo lucha cada día de su vida contra arcadas de felicidad frustrada. Por ejemplo contra una mano que quiere hechar a andar la púa y a favor de un flequillo greñudo bastante hastiado del despeine. Pero en esta lucha de tarde de jueves, se filtra la guitarra de Don Oscar Avilés por la radio madre del lugar, y vence la mano. El disco empieza al ritmo de un cajón, que se mete por la manga de Polipio con disco, cajón y zapateo mental todos juntos. Y él canta entonces. Liberado –liberando- y las venas de su frente de abren como flores hechas de sangre, mientras su cuerpo late, y renace, y deshace el aire de alegría.
Y de la flor entre sus cejas la corola se ilumina, y el centro de luz se agranda dando paso a los rieles, y sus pies corren, entran al cuarto, cierran la puerta y la boca sigue en su fiesta. Y las notas de su canto acompañan a los trenes arrojados desde su frente hasta acabada la canción; para salir con la siguiente y la próxima y todas las que le permita el espacio de su cuarto hasta llenarse de trenes el labio superior.
Ahí cierra la boca, los ojos, el alma, mete todo en una bolsa y al jardín. Vagón por vagón su canto secreto se retira al entierro, se duerme entre barro fingido, y él vuelve a clasificar cubiertos.

Sí.
Polipio canta; pero canta solo.

Y No.
Si alguien se pregunta ingenuamente por qué Polipio no canta a sus amigos y los sorprende con su vómito ferroviario, sabrían después de seis desmayos bordeando el patetismo y un ataque cardíaco del tío Gerardo, que nunca es grata la mirada de quien conoce a la mujer barbuda.
De allí el secreto, la vergüenza, el escondite, el pasto que oculta las caídas y los grandes escapes públicos por los cuales Polipio es conocido entre sus mismos.

Este es su gran problema, y así su última aparición en público (y aunque me encantaría contar con el desenlace que no tengo entre todas estas pasas y pequeñas botellas para enanos ebrios que regalan las empresas mediocres para las fiestas; téngolo no. No lo hay):
Polipio va al cumpleaños de la hija de su jefe en una quinta donde el transporte más cercano lo obliga a caminar 34 cuadras bajo los mismos grados de calor (ítem numero mil sesenta y dos en la lista de cosas que hace absoluta y rotundamente contra su voluntad). Son las 6 a.m. y sólo quedan los invitados que para evitar la vergüenza de aún no haberse ido siguen emborrachándose tibiamente, siguiendo aún sin irse, y de ahí la vergüenza en rulo y otra vez los ojos detrás el vidrio.
Vaso va, copa cae, un disco de Rulli Rendo y Polipio que viaja sentado a su infancia con su abuelo cantando un tango, mientras escucha las canciones que su nieto aprende y le da un golpe seco en la nuca dejándole rastros de mandarina. Y con ese recuerdo golpeado y las dulces palabras del nono aún resonando (’’pedazo de maracota con esa música de bosta!’’), así entre los temas ’’Si te vas de mi" y "Ay Doctor", las mismas ganas de cantar (y escupirle las sandalias al abuelo) le subieron por los tiradores y gritó nomás. Gritó desgarradoramente una estrofa- y hasta movió ínfimamente la cadera al son- y un tren de vagón tolva 2055 color rojo óxido cayó desde su frente al plato.
Yo limpiaba la chicha de las mangas de mi vestido, cuando lo escuché. Sólo yo estaba en la mesa más cerca, contando borrachos sin saber cómo volver a casa. Sólo yo escuché una voz de la cual salían los colores que aún no conozco. Sólo yo dejé de llorar durante ese grito, que contuvo tantas melodías como caricias y golpes andaba ya necesitando.
Y sólo lo vi correr.
No lo seguí cuando se fue, ni nadie me contó su historia, ni lo alcancé en la esquina, ni le pedí otro poco.
Se fue y quedé hamacada en sus notas con otro medio whisky; pensando que un canto tan hermoso y triste a la vez, quizás sólo debía existir durante ese preciso momento azoroso.
Me llevé el tolva 2055 a casa y lo enterré en el patio. Me gusta la historia con la que iba su cara y quise enmoñarla igual.
Además, esa noche, confirmé ciertas teorías propias. Como que puedo llorar con Rulli Rendo, y que a veces, la voz más hermosa del mundo, pertenece a un único hombre, que canta solo en su casa y en un cuarto al que nunca fui.

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