sábado, 10 de abril de 2010

Convivir, o sin.

Nadie tiene ganas de ver a nadie y a él se le cae el azúcar siempre afuera, pegoteando la mesa de mamá, los floreros de ciruela. Tiene un fantasma con pelusa en el ombligo, tierra seca en las arrugas -amarillas- y juega al yo-yo sin hilo. Si total nadie tiene ganas de ver a nadie y no le chiflarían aunque estuviese pelando palta en el medio de la ruta, vizco, con zapatos de charol.
Se llama cada día como quiere, como para que ni putearlo pueda el pobre tipo, el pobre peatón, el pobre empleado, el pobre habitante de una tierra que jamás lo eligiría si tuviese opciones.

Así los huevos.
Los fríe y Arnaldo (es martes y vió ese nombre en una regadera) se lleva las yemas al patio, al hombro, sin que exploten. Y el flaco tipo y sus claras, sus cenas. Los días, la vida, los trenes. Esconderle boletos, mojarle el flequillo, soplarle un par de hongos a la ojota izquierda. Toda una sucesión de hechos sin hache porque hasta las letras, hasta los ruedos; y el narigón tipo se nos cae en la avenida, resfría de nada, exhibe sus tobillos.
Un sutil inconveniente tras otro y tras otro y tras, y de pronto la sutileza es una soda que ni se enfría porque ya nunca podrá completar un crucigrama sin que alguna letra sobre o se corra o se corte del papel mientras el grillo canta, lo aturde de tanta sonrisa grillal.

Así los hamsters.
Los ata y Kiromi (es jueves y trasnoche de cine chino) condénalos a girar en esas ruedas blancas plásticas de tortura divertida, y nunca un bicho que dure más que el queso. Con uno, cinco, grises agujeros al capricho que el sucio tipo no hace más que comer con el sombrero resignado, las uñas más largas y un té eternamente frío.

... tendrías que meter a los patos que se salen de la línea en una bolsa imaginaria de arpillera para que puedas tirarlos en el mar de tu mente y nunca más te recuerden que vas volviéndote loco...

sin parar y con cejo fruncido, decíale la kioskera del colegio. Palabras que ahora recordaba, pegando los ojos al vidrio para degustar las olas por la ventana -siempre marco de por medio- y pedirle al tiempo que su fantasma se indigestara, se indigiese, se indiría. Como sea pero no más dentro de las latas de galletitas palmera, detrás del sillón de las rupturas, debajo del fax con el que se autoindemnizó del último trabajo la misma tarde en que lo echaron por no poder cortarse el bigote.
Pero esperemos, el bigote... esa escoba de pelos donde el tuco reposa y los besos pinchan. Ese atado como de acelga pero de lluvia de canas que pintan toboganes a la boca.
Ese bigote le gustaba. Claro. Era fuerte, viril, era de esos tipos de bonanza que no caminan sino patean la tierra y que no te vean con su mina o con su vaso porque pluf.
Y así en el pluf de la alegría, justo en el ojo de ese pluf cayó en la cuenta de que amaba el elegante subrayado de su nariz mayúscula, y de que siempre se lo había postergado hasta que un día. Hasta que un viento. Hasta el fantasma.
Y tampoco quería yemas ni tecitos calientes ni lo que no tenía. (y odiaba los hamsters y se los comió todos).
Quería eso que era su vida de pobre tipo felizmente casado con un ser que vaya uno a saber porqué carajo habrá pasado a saludar pero ahí estaba.

y entonces qué? No hay más enojos, ni peleas de polenta en las paredes, ni las burlas de las sábanas en flote. No hay más baños en el patio por si acaso, pero sí. Si ama ese revuelque infantil entre macetas. Esa ducha de manguera, de siesta nueva aprovechada.

Pero allá un pasillo. El espejo trunco saca un arma hecha de fotos, vidrio y el presente. Hay verguenza, hay envidia de color oscuro. Hasta un ser imaginado germinaba más coraje en sus plantillas. Y se huele la caída de la ficha en esa máquina gigante, esa pesada cabeza canosa caliente.

...Y bueno Rifelino (domingo, día de nombres con moño) ahora te quiero.
Pero si no puedo mezclarte con el vapor de algún café, voy a irme yo primero para que bailes a mi gusto mientras me enfrío....

El fantasma no le dió una última burla. No sacó las balas. Lo dejó apretar.

Y todos sus patitos se alinearon.
Se metieron tanta bosta en los bolsillos y largáronse a la niebla, a la vida, al fin.
Y ese mar en su cabeza, sin ventanas, se olió más puro que nunca sobre el pasto nuevo.

(a veces, nadie tiene ganas de ver a nadie)
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domingo, 4 de abril de 2010

Bermudas en un triángulo

"Tengo platos en el piso.”
“Tengo miedo de lo oscuro.”
“Tengo una arteria pinchada.”

La violeta fue primera en declarar, mientras sus manos chorreaban espuma, su pie jugaba involuntariamente con la esponja que besaba el azulejo. La cerámica caliente, por el agua, los descuidos, la caída…

“Podría haberme visto de reojo, con estos ojos que las plantas no olvidan, en cualquier burbuja de las miles que viajaban por mi casa. Podría, entonces, haberme preocupado por este violeta oscuro que fue creciéndome desde los brazos, hacia abajo, hacia los pies que tuve.

Pero no pude verme ni tampoco picharlas, no me deshice de ningún vestigio de detergente y aún así no logré un reflejo claro porque nunca puedo quedarme en las cosas de mi casa. Nunca puedo dejar mi huella en los boletos de trenes, ni abandonar mi saliva en un vaso. Sospecho que no tengo sombra y así cada vez menos tacto, contacto con lo sólido, los cólicos de mi garganta que no saben evacuarse hacia ningún bidet.

Por eso rompí los platos, quizás, porque mis manos se van volviendo transparentes y livianas y acuosas, o tal vez los restos de tanta gelatina en tres o cuatro compoteras que no llegué a malabarear como en esas fotos de los circos.

Porque cómo entrar… cómo deslizar los pies entre la loza de un millón de platos que no pude mantener entre las manos, y que nunca llegaré a enjuagar…”

Hablaba y sus ojos parecían espumarse. Sus iris fijos hacia su falda, donde un trapo que hacía partes de repasador, descansaba mientras tanto.

A su izquierda la imagen resplandecía. De terror, pero de luz al fin.

La segunda en declarar era amarilla, tanto como el brillo que la cubría y enrojecía sus ojos bizcos.

“No puedo moverme o salirme de esta lámpara, no logro voltear la mirada hacia otro rincón que no me ciegue. Todas las horas de negrura que acumulo en esta ropa, en los pliegues ya sucios, débiles. No logro hacerme cargo de los miedos que me pesan, extraviados en el silencio de este cuerpo, que espera finalmente su partida. Va a yacer mi hombro en una mariposa, mañana temprano, y las oralidades no harán falta, y me veré dormir despojada de lo negro.

Dormir en los campos que imagino, a los lados que dibuja mi cabeza, con todo el brillo del mundo en una mano. Y no recordar lo oscuro, no temerlo ni acunarlo en esta frente. Ser la conclusión por la que el sol sonríe.”

Pronunció la letra tardía que iluminó su cara, y apoyó su costado en el tercer y último hombro. El rojo, el mal logrado, la piel más percudida que cualquier mujer haya tenido.Las tres mirando al frente y ella aún sin voz. Bebiéndose su tiempo en una gota salada y fría. Su mejilla congelada de llanto y ausencia.

Catorce minutos y otra arruga en la mirada que le habla al espacio. Pero la roja piel que escamaba un abandono, no produjo sonidos más que un vómito de venas. Su interior en su antebrazo chorreando humedades de dolor; salió su pecho por la boca y así un desamor se declaró a sí mismo.

El viento las besaba.

Y así permanecieron amanecidas, en el silencio crudo de la observación.

Las tres con sus vestidos espantosamente similares. Con sus manos tan jovenmente sabias, sus piernas mecidas por inercia. Los antojos de una vida que las sentaba una lado de la otra, sin mirarse, sin oídos; con el filoso capricho de las horas que lastiman al que espera en soledad.

Las tres muñecas cargadas de ayer, en el estante astillado, eran parte de memorias aún vivas. Alejandra guardaba su infancia en un hoy, y no tapaba los baúles más que con tinta nueva. Alejandra y su adentro tan vivo, con platos y miedos y plumas anhelando presencia.

Todas juntas en sus ojos, la repisa, los vestidos. Todas reposando y reviviendo de sus dedos.

Su apellido, Pizarnik.Sus muñecas de infancia, sólo parte de la historia.

bichos rojos

Que trabajaba tanto como un esclavo oscuro, decían las viejas de medias caídas y rulos maquillados.
Pero a él no le importaba qué pensaran las viejas, porque hubiese querido atarlas a la parada de algún colectivo, y ni eso hubiese podido hacer, tan cagado estaba...
Él tenía bichos rojos en los dedos y en las venas y en la lengua siempre viva que jamás callaba a pesar de sus deseos.
Cada día una parte de su cuerpo le dictaba los sopapos o revolcones que vendrían con la noche. Sus ojos iban con él tenues como los de una vela, cansada de no ser necesitada. Una vela con anhelos de una boca, para apagarse sola y putear a todos los fuegos.
La materia (siempre gris) funcionaba correctamente, pero una cosa es querer y otra que el cuerpo responda al diálogo.
Porque sabiendo que debía cruzar a la izquiera, al llegar a la esquina sus pies doblaban al contrario. Y así pasaba relojes girando hacia lugares erróneos hasta que todos ellos se unían en dos horas y cuarto de espera para llegar, finalmente, a la puerta. Allí donde treinta minutos más sus manos jugarían a vacíar el portafolios sacandole todo, menos la llave.
Así se quedaría en su trabajo hasta el tiempo de los bares con piso húmedo y llamadas desafortunadas; mitad recuperando horas de llegadas tardes, mitad para no salir a comprar pan y terminar tocándole el culo a la chica que reparte los diarios.
Así las vecinas nuevamente.
Así a él sin importarle.
Y otro día llegaría con la misma incertidumbre, con el mismo pantalón sin uso sobre la silla que sus piernas se negaban a estrenar cada mañana.

Pero él tenía una lora bastante azul a la que usaba como una confesora.
Si quería leche y pedía hielo, allá iba camino a casa contándole cómo deseaba un vaso lleno y de qué manera tiraría los cubitos por la ranura del balcón
-si sus manos lo dejaban-
Sólo con la lora podía hablar mal en voz alta de su cuerpo invadido, de sus bichos rojos, de sus llantos de verguenza adulta.

Los días eran como trenes con maquinistas ciegos.
Como boletos con destinos borrosos, con boleteros sordos y los frenos descompuestos.
Sus días eran de otro y el atestiguaba desde su propio adentro.

Porque hasta que lo eterno comenzó, nunca había valorado las simples decisiones. Agua caliente en vez de fría. Cuchara en vez de tenedor. Azúcar en vez de nada. Y que tan sencillos movimientos hiciesen de su té un arroz lo volvía loco.
Lo volvió loco.

Ahora 7 am.
Lo veo tocar el piano sin que nadie lo escuche. No creo que estos meses lo hayan curado en absoluto. Quizás quizo ir al baño cuando terminó en las teclas. Alguien toma sus medicinas y vigilo que las trague. Otro sigue en la ventana, aquel camina con sus voces siempre a cuestas. Y escucho los acordes que salen de tus dedos autónomos, tan oscuros como tus ojos, como mis planes, como el mañana que ahí espera, sin irse nunca del marco.

Yo sólo me pregunto si él sabrá que lo distingo. Si ayer quiso estar conmigo cuando se fueron las luces, o si sólo quería abrir la puerta, cuando uno de sus bichos lo llevó a mis labios... a mi cama de hierro helado, a mi guardia siempre adrede.

(por suerte le robé su lora azul
y no saben a qué juego bajo este guardapolvo
esperando que sus visitas no vengan
tragando sus píldoras,
escribiendo sus historias,

y sin que nadie, nunca, sepa la mía)

jaque

A veces me enfermo y la luna me cuenta un cuento
a veces me caigo y ni el piso se entera.

tuve piernas, ruedas, las alas amarillas de mi madre
tuve trabas, cierres, me amputaron los insultos a tirones.

me abrazaron los deseos mariposa, sin nombres, detalles ni tiempo de rubores
me quemó un amor de nueve vidas, todas de corrido, todas de la mano.

comí colores distintos con agua de la fuente misma mientras plumas y sonidos se mareaban de sonrisas destellantes
lilas
suaves a la vista del que duerme en mañanas de canela
con las razas perfectas y los ojos secos de brillo

vomité vacíos repetidamente perpetuos
desde rincones con esquinas puntiagudas de heridas siempre recientes
con el sólo aroma de la espera en una línea

fui buda
fui bares

hice los ríos y esas piedras que no había antes de dos
hice agujeros
aquel caos que acabó con los suspiros

soy lo claro y lo confuso en una sopa que una vieja sin pezones se toma de a tragos lentos revolviendo mi cabeza que ya no puede de rulos ni viento y le escribe a un fantasma de leyenda que la encuentre en el bosque que no conoce
para ver su cara en el libro
y que alguien lea su mierda
coma sus verduras
rece sus mentiras
prenda la luz de noche

porque tuve esa infancia de foto de gaseosa y ardieron las manos marcando mi frente
quise a mi oso y las latas de galleta
y estuve en lo hondo
y era un sol sin gas

pero esa vieja me engaña y me están pariendo y soy ella de nuevo
con la sopa mareada
los pezones ausentes
las ideas perturbadas
buscando esa forma de decir mi nombre, de escribir infancia o mirar el hoy
de ordenar el cubo
poner la mesa
encontrar el punto donde giré hacia ese otro lado

soy el hielo de este vaso puro
la llama de este pucho ennegrecido
soy el juego donde el tiempo no se rinde
y las piernas se incrustaron a este trompo.

A la luna no le importa que me muera

A la luna no le importa que me muera.
Que se me vayan cosiendo los bolsillos, y vaciando los zapatos, y soltando los colores. Nos huele de reojo el rocío que ni ganas de mojarnos, mientras nos vemos dormir de día tras esa cuerda empapada que respira alcoholes, a punto de llamas, con ayeres tan lejos, nublados, tantas comas como lenguas bizcas.

Éramos nuestra mejor versión.

Y que la luna saliera eran tus platos verdes. La cena, escasa y con risas, con película vieja y espera sin uñas.

(El sillón y sus tomos de vida con pulgas que viajaban buscando, y vivían en él un rato, hasta que la polilla avanzaba o alguna nueva excusa nos vomitaba al piso. Nos dejaba mezclando sudores, azulejos. El amanecer eran dos tazas)

Pero a la luna no le importa que me muera, y sigue aunque el vaso se me caiga y tus trapos no lo limpien ni tus pies me corten carcajadas.



Tengo un espejo circundante.

Mostrándome un ojo que se aspira, el otro agujero, números. Los labios en trenza, subiendo a una oreja triangular, habitada por cuises, pétalos sin hilo.

Me miro de nuevo, y ella.

Ahora ahí, reflejada hasta en lo opaco. Aunque ate las rejas, cuelgue tres bichos al vidrio y al cielo. Desde un agujero de rata me muestra que pasea, a trompadas con estrellas, sexo limpio con boreales. Lo mismo escupe un collage de lo ido, todas rotas e imparejas las fechas en la frente.

En un círculo perfecto, flúor con tiempo. Allá tan cerca, la laguna del desliz; las piedras tragadas, las manos perdidas. Los quinientos treinta cuatro insultos que me bañan por segundo cuando viene la noche.

Mierda.

Que la luna saliera eran todos sus sonidos.

Era un freno en mi puerta, otro plástico abierto. Las toses de los viejos que no llegamos a ser juntos, con la hamaca de las drogas y la manta manchada. Y el gemido que empañaba la alacena, mientras quince atunes envidiaban nuestras gotas.

Era la mueca, que tira al labio hacia un costado y el otro y arruga las narices y muestra los dientes beiges. La puta sonrisa que no vuelve mientras siga lloviendo dentro de mi casa.

A la luna no le importa que me muera.

Ni que manche estos papeles con queso, ni que tenga los pies más grandes de tanto pisar torcido, en medio del charco, al costado de lo cierto.

Me está saliendo una paloma del lado triste del ojo.

Ya con vergüenza de haberse tirado en este hueco, el cuerpo que era cuando todavía los ríos, los juegos a la vela, las ganas de tragar.

Y a mi no me interesa para plantar tres papas, cortarme el pelo, pescar la chance. A mi no me afecta ni ésta luna de año nuevo, ni el ocaso campante con sus rarezas de apocalipsis moderno.


Porque a la luna no le importa que me muera,

cada vez que la veo,

cada vez que no estás.

10:05

Sus problemas eran que las hormigas sobrevivieran al dedo, que el marrón de la leche no fuese exacto, que la rodilla se encontrara cara a cara con la vereda.su vestuario tenía puntillas, pitucones, colores en baile y una luz en el talón.
su vereda repleta de metas, sus juguetes de palabras
"un jardín sin guardia y sin ladrón"
la vida era ese momento que pasaba mientras su abuela grababa aromas y la bicicleta se divorciaba, de a poco, de las ruedas y "ella desconoce el feroz destino..."

su problema era que el gordo no trajera lo pedido, que el dulce se acaba pronto, que lo roto suplantara al postre
no había boletos, ni agujas que esperasen, saldos insuficientes, vicios en la esquina. No había un hoy donde "Los muertos hablan más pero al oído"

su cielo era azúcar barrilete

su problema ahora era volver de ese momento,
volver de un golpe
cuando él se iba.

Buscando ausencia

Harta de verte en una taza, mientras mi perro se lava las partes, los micros no pasan, la lluvia no viene.Harta de que silbes desde otras canciones, en voces distintas, idiomas ajeno, acentos idiotas.Buscando el color que no te pinte el hueco debajo de los ojos; la estrella que no me injerte las puntas; la mierda que no parezca tu risa.
Dejo la ojota y los pasos
Dejo a las moscas y el sueño
Dejo de vos, en todo
Debería achicarme el mundo
Y adoptar esa casa de saco de té que escurre y se dobla y lamenta la vuelta pero escupe; vaciando la bolsa de tu oreja, de tu lado suave, de tus dedos de araña borracha. Sacarme tu pie del roce y volver a una cabeza, a una sola lengua sin mareos, sin tres pies que corran ni abrazen ni digan ni me enrosquen en tus ramas. Tener un eje de nuevo y no este trompo como pelvis que me tira cual ovillo por la pampa y siempre desoye el viento.
(este mundo profesional del eco tuyo
me donó una trampa poniéndote en el mazo
Y despertar a deshora, transpirar
ya no son alas
pero oscuridad en el cuartos
acándome gotas que solían ser horizontes afines
vistos desde esa vela
que compramos con un vuelto
con una risa en dos bocas
pensando que las luces y tu astucia harían siempre el resto

y no)

Como chicharra que agoniza, río.
Como Aragón “Amo, aunque la vida sea mortalmente intolerable”.

Pensar que tejí una lista
para que no descansaras más en este rincón de mi cabeza en rulo
ni te parezcas más a todo lo que toco
o me mira
o existe.
Y resultó ser un guante que es igual a tu espejo
Sólo útil para cambiarte la ropa un momento y que ya no seas taza pero letra, ya no música y sí tinta.
De nada sirvió, carajo.
Mi perro se lava las partes, y yo pienso en tu nariz de flor.

No quiero

Te escupo los rubores que me da tu risa y esas ganas de lavarte las manos para que aprendas a cortar una verdura como quiero que lo hagas. Que no uses más las mangas estiradas, ni te peines, ni me mires de reojo con la punta de los dedos. Te tiro a la mierda de todos los caños que nos pasan por debajo y a este patio relleno de olores, y sabores y tremendos puentes de salto en largo a la cama de los ruidos.
Clavo las uñas
pongo los frenos
tapo la oreja
saco la mano.
Pero miro los pisos y sos todo mármol; o el pasto o las piedras o este vómito de tus gestos que no ya sube ni baja ni marea ni molesta en absoluto
Sos un clavo en el medio del culo de este mono que precisa hacer su gracia sin que estés ahí insertado. Teniendo ganas de comerme un cielo sin que manche tu lima verde; de guardarme un ojo para un recuerdo variado, de cortarte el sonido para no responder.
No tengo otros pies para un sendero nuevo.
Y no veo más agua que este río meándome encima,
mientras busco el golpe seco
que me deje sin la imágen de esa noche
que fuimos pariendo entre notas
y barro
y sesenta tazas que daban vueltas
alrededor de esas cabezas renacidas
que teníamos entonces
cuando ni comas precisábamos
y las oraciones podían ser tan largas
sin que la saliva se agotara
o pensáramos dónde carajo podían terminar roncando las palabras que nos salían de los besos y nunca podríamos recorda.

No espero más trenes.
No tomo más aire.
Me inyecto despacio los últimos días, los cuelgo de un globo y alimento a un ave. Y la dejo que vaya con tus mangas sucias, con tu pelo recto, con un choclo destrozado.
(aunque vuele más bajo cada tarde)
Y me quedo en el marco de un pasillo que inventé en azul marino. Y le puse señales y un cartel de despedida.
Para que pases bajito si cruzás de calle, y no me mires las lluvias, ni me sientas perdida, ni me tengas las medias, ni me pidas retruco.

El tipo del lienzo

El tipo con piso de loza pinta con manos extraviadas. Con esos dedos que la gente pierde en una oreja o en las máquinas de gaseosa. Y ni siquiera traza; sólo espera, observa, se condena a atestiguar un presente del que no forma parte.
Su lienzo vive de antojos. El tipo con el baño de baldosas desparejas, sabe que no podrá pintar de nuevo, ni diseñar en taxis, ni subrayar en servilletas, ni imaginar en el bidet.
Su lienzo se pinta solo.
Y lo trágico es la certeza. La exacta premonición de los colores que tendrán sus horas, los puntos de fuga que se suman a una vida ya cegada.

Comenzó una mañana sin café ni sobras del día anterior. La pereza del trayecto al almacén obligó a un pan duro y té colado cinco veces. Mientras apoyaba la taza sobre su rodilla, el ventanal sin lavado mensual del living se quebró en un aullido sordo.
Sordo y trágico como el disparo que siempre anheló escuchar y no pudo.
Sobresaltado; sobre -salteado de óleos verdes y una gota espesa en la pupila, giró hacia él y ahí estaba, lleno. Aquel que había dormido sus años entre macetas y discos de un blues desconocido, ahora estaba, finalmente, vivo.
Y mientras a la inmutabilidad de nuestro tipo le salían lunares, desdeñando toda idea artística de originalidad, en él rodó la chance de un sueño. Sólo que el calor del agua en sus pies era demasiado tibia, y el olor penetraba hasta en sus mangas, y era martes, y él sabía que era cierto.
Intentó razonarlo en vano, sabiendo que la razón y lo fantástico no comen en el mismo plato. El tipo de la heladera celeste, estaba perplejo y repleto de cenizas. Quieto, y oliendo a pintura fresca.
El viernes la novedad seguía siéndolo, pero aún sin indicios de revelación optó por desacalambrar las extremidades y salir a la calle. Salir a la calle. Andar por la calle. Mirar la calle y beberla con un lienzo a sus espaldas que continuaba latiendo un verdeazul indescifrable.
Y sólo llovió. Un azul extraño, es cierto, pero nada asociable para el tipo de los cordones rotos.
Hasta que sí….
La reiteración mutó a rutina inevitablemente. Y el siguió sus días de veredas empinadas y narices de pelo negro lacio. Y empezó a asociar aquello que sólo miraba de reojo antes de cruzar la puerta (primera mitad ignorancia, la otra simplemente celos). Comenzó a unir los colores a los hechos o susurros o noticias de los diarios. Y atando los hilos de un pincel que ya había roto, vio cuán claro el lienzo en su capricho, le dictaba cada mañana el transcurrir de su día.
Pronto supo que lo azul era lluvia, o invitaciones de pesca, o su resuelta vecina con un nuevo plan. Y que lo verde era desgracia (voluntades de un lienzo emancipado), y lo rosa tristeza, y lo amarillo una dicha leve. Y así.
A cualquiera podría agradarle un pequeño anticipo matutino. Sugerencias de paraguas o evitar llamadas nocturnas. Pero no al tipo de las botamangas desparejas; y no al año, no a los muchos años de conocer cada gota desparramada en el lienzo, de entender cada tono, de prever cada paso.
Sin embargo la salida no era sencilla ni próxima ni simplista como cualquiera imaginaría. No si el tipo ya ha creado una adicción, una simbiosis absoluta con aquella tela tan muda y engreída, tan putamente sabia. Pero como a todo artista el hábito le dolía más que nada. No había forma de eludir los dictados ciertos, ni maneras distintas de cruzar la calle, ni un modo nuevo de no mirar al sol.
Los días del tipo gris siguieron formando cruces en la pared. Y sus pasos se volvieron lentos, y su pelo paja, y su paja nula. Los cubiertos no se usaron más, y la ropa destiñó en su cuerpo.
Su voluntad y comisuras se habían ido juntas.
Entonces frenó con las dos manos. Aquellas de dedos perdidos y dibujos pasados con cigarros consejeros.
Brindó con agua por el pintor que habría sido sin su lienzo. Por lo que había dado, y nunca más saldría de su frente.
Cruzó la puerta, dejando atrás sus baldosas desparejas, su heladera celeste y sus etcéteras; y atando sus cordones rotos compró pintura y pincel nuevos. Regresó a la casa que usurpaba el lienzo y por última vez sus ojos volaron entre la maceta y los discos de aquel blues de olvido.

Así le sucedió a este tipo, que sí escuchó finalmente el sonido del disparo. Que mientras iba apagando la mirada, vió bailar en los azulejos tristes, a su sangre aún viva y a un óleo rojo contento.