martes, 31 de mayo de 2011

ay! miedo

19:07
Abro los ojos y el infinito encarnado en una cama titánica. Me sobra espacio nocivo para allá y para este lado. Ni almohadas para abrazar negando. Hay siete u ocho hectáreas hasta la pared y un vacío de abismo opaco a mis espaldas. Soy la esparraguera africana en el desierto plumeríl de un colchón arcaico.
Ay! el primero del día. Sos tan deliciosamente amorfo que lo llenarías todo.
No. No puedo abrir los ojos con tanto dulce de leche mental. Noticiero baja entusiasmo. No. Ese chorro se parece a vos… off.
Quiero que los mates vengan a mí, como lluvia de forraje regurgitada a borbotones desde un tsunami de yerbas que recorren mi cuarto hasta anclar en la bombilla y sincretizar en mí…
Pero no. Tengo que Ir Hacia. Odio los Ir Hacia, no soy mahoma ni comparto su afán. Yo sí espero a la montaña, sentada, en alpargatas y mirándola venir. Quisiera un poco de boomerang por parte de la vida alguna vez. Y no pido algo estúpidamente fabuloso y cómodo como que mi perro se haga puf, pero al menos algún gesto fantástico que me devele el guiño cósmico que ando buscando entre pelusas. Como acertarle al tacho de cocina los envoltorios que tiro desde el pasillo. Que un gnomo discreto me tire las bolsas de basura que acumulo de a cien antes de echarlas a la calle. Que ahí están ellas, miles de cientos de bolsas en toda la ciudad esperando al camión que las abrace, sabiendo en la demora calcada, que las van a degollar discretamente. Ay! No. Es muy temprano para estas identificaciones. Ni se sacan solas, ni se ceba solo, ni la radio se autodestruye cuando pasan ese tema de montaner que odio. Enfrentemos realidades a paso de topo.
De la cama a la hornalla, hecho. Ahora restan veintitrés horas 55 minutos para la próxima depresión pos despertar.
El abrir de las ventanas me duele en todas direcciones. Me veo de reojo en el vidrio; incentivo para encontrarme el afuera. Ay! Viento. Y quejas y frío y burlete caído.
Hay tantas cosas entre un segundo y el que viene.

Hay un farol descascarado por cientos de iniciales que ya no caminan juntas.
Hay un rincón de la casa donde barro sin ganas. Hay un frasco de condimento que nunca supe que tiene.
Hay un piso. Y un techo. Y trescientas paredes donde me dejo caer, liviana, como el aire que pasa entre las hojas cuando nadie las ve (y ataques de romance seguidos de vaso y negación)
Hay dedos del pie con uñas dadá.
Hay restos.
Hay un libro en otro idioma que para qué lo tengo. Otro que no devuelvo más y uno que tendría que leer sin subrayar.
Hay la puerta de casa. Hay veces en que descongujo todo.
Hay un afuera con otoño, panfletos de videntes en los postes de luz (sino- dónde?), ojos que cruzamos en distinta dirección.
Hay gente que se repite en los bondis.
Hay estos pensamientos mientras las uñas me comen.

19.11
Me dormí otra vez.
(cayóse el mate, golpeóme la cabeza, la ventana ahí quedó. Me desmayé de sobresueño?)

Kiosco.Patio.Café.Ropa para otros gustos. Diarios. Vinos. Seis locales y llegaste. Qué sueño más rosa algodón. Casi beso, casi hablo, casi el timbre fraticida me infarta un pecho. Ay! Baldosa del polo. Ay! Se me enreda un pelo en el botón.
Y no era sueño. Eras vos y mi vergüenza queriendo ahogarse en las lagañas.
¿te cuento esto a vos o lo estoy pensando muy fuerte? Mientras vos y la campera, y el relato en mi cabeza me retrasa los reflejos.

Un dejo de prólogo se nos instala rápido.
Mate con risas de yuyos.
¿entrégome al humo demasiado rápido? ¿ese fue tu roce intencional o ya se me llenó la cabeza de prepizzas?
Sh……….. Ahí viene mi deseo recurrente de que nos hablemos como ballenas……. Ahí vino.
No ves? hasta los pulpos se tocan con menos excusas.
(Rabas con limón al costado de la ruta. Me excita hasta tu cara de acidez.)
Hace rato estoy mirando la pecera. Ni quiero acercarme a confirmar si ese pez está haciendo la plancha. Mejor vuelvo a este aire tibio, a este otro silencio.
¿Hace cuánto no digo algo? Si hablo y me río, escupo. Si callo los nervios se me hacen risa. Ok. Me parece que río mucho y hago poco. El humo ya me anula. Si estuviese novelizada en el segundo bloque no me mira nadie.


-Cambio de canal?...........................
Ay! Qué elocuente. Tenemos un empate con el sermón de la montaña. ¿porqué mejor no me trago los dientes y me enrulo la lengua con la cadena del inodoro?......
En mi autobiografía esta página suda.

Hay una brecha hasta el relajo que cada vez se me hace más honda.
Hay un beso atragantado que si pronto no es parido se convierte.
Hay un miedo a reiterarse, a amputarme otro no, al cachetazo virtual que me dibujo siempre.

19.89 se me nubló la noción espacio-temporal con el último chicle que me estoy tragando. Te reís de nuevo y tengo una embolia.
Ay! amigo mío de pelos indecisos! Ay! Ser ingenuo de mi alboroto mental!
Hay un río de palabras que nos comen crudos. Yo intento y pongo excusas en los vasos, en los tarros, en mi torro, en nuestros porros; pero no le hago contrapeso al pánico.
Hay un frío yugular del segundo previo al tacto. Hay una ruta tropezada hacia tu gesto, larga, padecida, con un sol sádico en la punta y lija por debajo.
Hay un puente al otro lado hecho de hisopos, pluma y goma eva; y tengo que cruzarlo con estos traumas a cuesta, con esta comparsa de complejos destilándome el flequillo.
Ay!
Querido.
Un preámbulo ridículo para decir te quiero.

Viaje desde Polipio

Un tren sale de su cabeza. Es sol lo que blanquea al pasto y calor lo que suda a los cuerpos. A uno de ellos, en medio de algún lado, le sale un tren de la cabeza.
No hablamos de la idea de un tren, un truco visual, o el enganche cartulínico propio de la más neófita maestra jardinera. Siquiera me refiero a una extracción quirúrgica de la fotografía de un tren previamente introducida por distintos orificios receptivos del cuerpo para tales fines.
No.
Literalmente un tren sale de su cabeza, con tantos vagones como número de estrofas tenga la canción que esté cantando el tipo. Porque hablamos de un tipo, de un hombre, y de un tipo de hombre bastante peculiar. De esos a los que le salen cosas de la cabeza que no son mocos ni pelos ni gotas.

Este es su gran problema; y así trataré de narrar noblemente el origen (y con sello de cera prometo que les deberé eternamente la conclusión):
Su cabeza pertenece a un cuerpo que una vez fue niño que antes feto que otrora raya en un test de preñez bastante elemental leído por la moza de un bar vetusto a la que el nombre Polipio le resultaba mágico.
Polipio entonces.
Así se llama Polipio, y así es que con ese nombre a cuestas, en su propia casa construyó una pieza con paredes de pasto mullido a la que él sólo ingresa solo, y de la que sólo el solo sale, con una bolsa repleta cada tres o cuatro entradas.
Visto y considerando, y sacando el considerando, voy por lo visto, que es Polipio.

Este es su gran problema; y así intentaré de contar fiacosa y vagamente su desarrollo (aunque claro está, como advertí, un remate ausente tiene más de subasta malograda que de final honorable):
Este tipo lucha cada día de su vida contra arcadas de felicidad frustrada. Por ejemplo contra una mano que quiere hechar a andar la púa y a favor de un flequillo greñudo bastante hastiado del despeine. Pero en esta lucha de tarde de jueves, se filtra la guitarra de Don Oscar Avilés por la radio madre del lugar, y vence la mano. El disco empieza al ritmo de un cajón, que se mete por la manga de Polipio con disco, cajón y zapateo mental todos juntos. Y él canta entonces. Liberado –liberando- y las venas de su frente de abren como flores hechas de sangre, mientras su cuerpo late, y renace, y deshace el aire de alegría.
Y de la flor entre sus cejas la corola se ilumina, y el centro de luz se agranda dando paso a los rieles, y sus pies corren, entran al cuarto, cierran la puerta y la boca sigue en su fiesta. Y las notas de su canto acompañan a los trenes arrojados desde su frente hasta acabada la canción; para salir con la siguiente y la próxima y todas las que le permita el espacio de su cuarto hasta llenarse de trenes el labio superior.
Ahí cierra la boca, los ojos, el alma, mete todo en una bolsa y al jardín. Vagón por vagón su canto secreto se retira al entierro, se duerme entre barro fingido, y él vuelve a clasificar cubiertos.

Sí.
Polipio canta; pero canta solo.

Y No.
Si alguien se pregunta ingenuamente por qué Polipio no canta a sus amigos y los sorprende con su vómito ferroviario, sabrían después de seis desmayos bordeando el patetismo y un ataque cardíaco del tío Gerardo, que nunca es grata la mirada de quien conoce a la mujer barbuda.
De allí el secreto, la vergüenza, el escondite, el pasto que oculta las caídas y los grandes escapes públicos por los cuales Polipio es conocido entre sus mismos.

Este es su gran problema, y así su última aparición en público (y aunque me encantaría contar con el desenlace que no tengo entre todas estas pasas y pequeñas botellas para enanos ebrios que regalan las empresas mediocres para las fiestas; téngolo no. No lo hay):
Polipio va al cumpleaños de la hija de su jefe en una quinta donde el transporte más cercano lo obliga a caminar 34 cuadras bajo los mismos grados de calor (ítem numero mil sesenta y dos en la lista de cosas que hace absoluta y rotundamente contra su voluntad). Son las 6 a.m. y sólo quedan los invitados que para evitar la vergüenza de aún no haberse ido siguen emborrachándose tibiamente, siguiendo aún sin irse, y de ahí la vergüenza en rulo y otra vez los ojos detrás el vidrio.
Vaso va, copa cae, un disco de Rulli Rendo y Polipio que viaja sentado a su infancia con su abuelo cantando un tango, mientras escucha las canciones que su nieto aprende y le da un golpe seco en la nuca dejándole rastros de mandarina. Y con ese recuerdo golpeado y las dulces palabras del nono aún resonando (’’pedazo de maracota con esa música de bosta!’’), así entre los temas ’’Si te vas de mi" y "Ay Doctor", las mismas ganas de cantar (y escupirle las sandalias al abuelo) le subieron por los tiradores y gritó nomás. Gritó desgarradoramente una estrofa- y hasta movió ínfimamente la cadera al son- y un tren de vagón tolva 2055 color rojo óxido cayó desde su frente al plato.
Yo limpiaba la chicha de las mangas de mi vestido, cuando lo escuché. Sólo yo estaba en la mesa más cerca, contando borrachos sin saber cómo volver a casa. Sólo yo escuché una voz de la cual salían los colores que aún no conozco. Sólo yo dejé de llorar durante ese grito, que contuvo tantas melodías como caricias y golpes andaba ya necesitando.
Y sólo lo vi correr.
No lo seguí cuando se fue, ni nadie me contó su historia, ni lo alcancé en la esquina, ni le pedí otro poco.
Se fue y quedé hamacada en sus notas con otro medio whisky; pensando que un canto tan hermoso y triste a la vez, quizás sólo debía existir durante ese preciso momento azoroso.
Me llevé el tolva 2055 a casa y lo enterré en el patio. Me gusta la historia con la que iba su cara y quise enmoñarla igual.
Además, esa noche, confirmé ciertas teorías propias. Como que puedo llorar con Rulli Rendo, y que a veces, la voz más hermosa del mundo, pertenece a un único hombre, que canta solo en su casa y en un cuarto al que nunca fui.

sábado, 10 de abril de 2010

Convivir, o sin.

Nadie tiene ganas de ver a nadie y a él se le cae el azúcar siempre afuera, pegoteando la mesa de mamá, los floreros de ciruela. Tiene un fantasma con pelusa en el ombligo, tierra seca en las arrugas -amarillas- y juega al yo-yo sin hilo. Si total nadie tiene ganas de ver a nadie y no le chiflarían aunque estuviese pelando palta en el medio de la ruta, vizco, con zapatos de charol.
Se llama cada día como quiere, como para que ni putearlo pueda el pobre tipo, el pobre peatón, el pobre empleado, el pobre habitante de una tierra que jamás lo eligiría si tuviese opciones.

Así los huevos.
Los fríe y Arnaldo (es martes y vió ese nombre en una regadera) se lleva las yemas al patio, al hombro, sin que exploten. Y el flaco tipo y sus claras, sus cenas. Los días, la vida, los trenes. Esconderle boletos, mojarle el flequillo, soplarle un par de hongos a la ojota izquierda. Toda una sucesión de hechos sin hache porque hasta las letras, hasta los ruedos; y el narigón tipo se nos cae en la avenida, resfría de nada, exhibe sus tobillos.
Un sutil inconveniente tras otro y tras otro y tras, y de pronto la sutileza es una soda que ni se enfría porque ya nunca podrá completar un crucigrama sin que alguna letra sobre o se corra o se corte del papel mientras el grillo canta, lo aturde de tanta sonrisa grillal.

Así los hamsters.
Los ata y Kiromi (es jueves y trasnoche de cine chino) condénalos a girar en esas ruedas blancas plásticas de tortura divertida, y nunca un bicho que dure más que el queso. Con uno, cinco, grises agujeros al capricho que el sucio tipo no hace más que comer con el sombrero resignado, las uñas más largas y un té eternamente frío.

... tendrías que meter a los patos que se salen de la línea en una bolsa imaginaria de arpillera para que puedas tirarlos en el mar de tu mente y nunca más te recuerden que vas volviéndote loco...

sin parar y con cejo fruncido, decíale la kioskera del colegio. Palabras que ahora recordaba, pegando los ojos al vidrio para degustar las olas por la ventana -siempre marco de por medio- y pedirle al tiempo que su fantasma se indigestara, se indigiese, se indiría. Como sea pero no más dentro de las latas de galletitas palmera, detrás del sillón de las rupturas, debajo del fax con el que se autoindemnizó del último trabajo la misma tarde en que lo echaron por no poder cortarse el bigote.
Pero esperemos, el bigote... esa escoba de pelos donde el tuco reposa y los besos pinchan. Ese atado como de acelga pero de lluvia de canas que pintan toboganes a la boca.
Ese bigote le gustaba. Claro. Era fuerte, viril, era de esos tipos de bonanza que no caminan sino patean la tierra y que no te vean con su mina o con su vaso porque pluf.
Y así en el pluf de la alegría, justo en el ojo de ese pluf cayó en la cuenta de que amaba el elegante subrayado de su nariz mayúscula, y de que siempre se lo había postergado hasta que un día. Hasta que un viento. Hasta el fantasma.
Y tampoco quería yemas ni tecitos calientes ni lo que no tenía. (y odiaba los hamsters y se los comió todos).
Quería eso que era su vida de pobre tipo felizmente casado con un ser que vaya uno a saber porqué carajo habrá pasado a saludar pero ahí estaba.

y entonces qué? No hay más enojos, ni peleas de polenta en las paredes, ni las burlas de las sábanas en flote. No hay más baños en el patio por si acaso, pero sí. Si ama ese revuelque infantil entre macetas. Esa ducha de manguera, de siesta nueva aprovechada.

Pero allá un pasillo. El espejo trunco saca un arma hecha de fotos, vidrio y el presente. Hay verguenza, hay envidia de color oscuro. Hasta un ser imaginado germinaba más coraje en sus plantillas. Y se huele la caída de la ficha en esa máquina gigante, esa pesada cabeza canosa caliente.

...Y bueno Rifelino (domingo, día de nombres con moño) ahora te quiero.
Pero si no puedo mezclarte con el vapor de algún café, voy a irme yo primero para que bailes a mi gusto mientras me enfrío....

El fantasma no le dió una última burla. No sacó las balas. Lo dejó apretar.

Y todos sus patitos se alinearon.
Se metieron tanta bosta en los bolsillos y largáronse a la niebla, a la vida, al fin.
Y ese mar en su cabeza, sin ventanas, se olió más puro que nunca sobre el pasto nuevo.

(a veces, nadie tiene ganas de ver a nadie)
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domingo, 4 de abril de 2010

Bermudas en un triángulo

"Tengo platos en el piso.”
“Tengo miedo de lo oscuro.”
“Tengo una arteria pinchada.”

La violeta fue primera en declarar, mientras sus manos chorreaban espuma, su pie jugaba involuntariamente con la esponja que besaba el azulejo. La cerámica caliente, por el agua, los descuidos, la caída…

“Podría haberme visto de reojo, con estos ojos que las plantas no olvidan, en cualquier burbuja de las miles que viajaban por mi casa. Podría, entonces, haberme preocupado por este violeta oscuro que fue creciéndome desde los brazos, hacia abajo, hacia los pies que tuve.

Pero no pude verme ni tampoco picharlas, no me deshice de ningún vestigio de detergente y aún así no logré un reflejo claro porque nunca puedo quedarme en las cosas de mi casa. Nunca puedo dejar mi huella en los boletos de trenes, ni abandonar mi saliva en un vaso. Sospecho que no tengo sombra y así cada vez menos tacto, contacto con lo sólido, los cólicos de mi garganta que no saben evacuarse hacia ningún bidet.

Por eso rompí los platos, quizás, porque mis manos se van volviendo transparentes y livianas y acuosas, o tal vez los restos de tanta gelatina en tres o cuatro compoteras que no llegué a malabarear como en esas fotos de los circos.

Porque cómo entrar… cómo deslizar los pies entre la loza de un millón de platos que no pude mantener entre las manos, y que nunca llegaré a enjuagar…”

Hablaba y sus ojos parecían espumarse. Sus iris fijos hacia su falda, donde un trapo que hacía partes de repasador, descansaba mientras tanto.

A su izquierda la imagen resplandecía. De terror, pero de luz al fin.

La segunda en declarar era amarilla, tanto como el brillo que la cubría y enrojecía sus ojos bizcos.

“No puedo moverme o salirme de esta lámpara, no logro voltear la mirada hacia otro rincón que no me ciegue. Todas las horas de negrura que acumulo en esta ropa, en los pliegues ya sucios, débiles. No logro hacerme cargo de los miedos que me pesan, extraviados en el silencio de este cuerpo, que espera finalmente su partida. Va a yacer mi hombro en una mariposa, mañana temprano, y las oralidades no harán falta, y me veré dormir despojada de lo negro.

Dormir en los campos que imagino, a los lados que dibuja mi cabeza, con todo el brillo del mundo en una mano. Y no recordar lo oscuro, no temerlo ni acunarlo en esta frente. Ser la conclusión por la que el sol sonríe.”

Pronunció la letra tardía que iluminó su cara, y apoyó su costado en el tercer y último hombro. El rojo, el mal logrado, la piel más percudida que cualquier mujer haya tenido.Las tres mirando al frente y ella aún sin voz. Bebiéndose su tiempo en una gota salada y fría. Su mejilla congelada de llanto y ausencia.

Catorce minutos y otra arruga en la mirada que le habla al espacio. Pero la roja piel que escamaba un abandono, no produjo sonidos más que un vómito de venas. Su interior en su antebrazo chorreando humedades de dolor; salió su pecho por la boca y así un desamor se declaró a sí mismo.

El viento las besaba.

Y así permanecieron amanecidas, en el silencio crudo de la observación.

Las tres con sus vestidos espantosamente similares. Con sus manos tan jovenmente sabias, sus piernas mecidas por inercia. Los antojos de una vida que las sentaba una lado de la otra, sin mirarse, sin oídos; con el filoso capricho de las horas que lastiman al que espera en soledad.

Las tres muñecas cargadas de ayer, en el estante astillado, eran parte de memorias aún vivas. Alejandra guardaba su infancia en un hoy, y no tapaba los baúles más que con tinta nueva. Alejandra y su adentro tan vivo, con platos y miedos y plumas anhelando presencia.

Todas juntas en sus ojos, la repisa, los vestidos. Todas reposando y reviviendo de sus dedos.

Su apellido, Pizarnik.Sus muñecas de infancia, sólo parte de la historia.

bichos rojos

Que trabajaba tanto como un esclavo oscuro, decían las viejas de medias caídas y rulos maquillados.
Pero a él no le importaba qué pensaran las viejas, porque hubiese querido atarlas a la parada de algún colectivo, y ni eso hubiese podido hacer, tan cagado estaba...
Él tenía bichos rojos en los dedos y en las venas y en la lengua siempre viva que jamás callaba a pesar de sus deseos.
Cada día una parte de su cuerpo le dictaba los sopapos o revolcones que vendrían con la noche. Sus ojos iban con él tenues como los de una vela, cansada de no ser necesitada. Una vela con anhelos de una boca, para apagarse sola y putear a todos los fuegos.
La materia (siempre gris) funcionaba correctamente, pero una cosa es querer y otra que el cuerpo responda al diálogo.
Porque sabiendo que debía cruzar a la izquiera, al llegar a la esquina sus pies doblaban al contrario. Y así pasaba relojes girando hacia lugares erróneos hasta que todos ellos se unían en dos horas y cuarto de espera para llegar, finalmente, a la puerta. Allí donde treinta minutos más sus manos jugarían a vacíar el portafolios sacandole todo, menos la llave.
Así se quedaría en su trabajo hasta el tiempo de los bares con piso húmedo y llamadas desafortunadas; mitad recuperando horas de llegadas tardes, mitad para no salir a comprar pan y terminar tocándole el culo a la chica que reparte los diarios.
Así las vecinas nuevamente.
Así a él sin importarle.
Y otro día llegaría con la misma incertidumbre, con el mismo pantalón sin uso sobre la silla que sus piernas se negaban a estrenar cada mañana.

Pero él tenía una lora bastante azul a la que usaba como una confesora.
Si quería leche y pedía hielo, allá iba camino a casa contándole cómo deseaba un vaso lleno y de qué manera tiraría los cubitos por la ranura del balcón
-si sus manos lo dejaban-
Sólo con la lora podía hablar mal en voz alta de su cuerpo invadido, de sus bichos rojos, de sus llantos de verguenza adulta.

Los días eran como trenes con maquinistas ciegos.
Como boletos con destinos borrosos, con boleteros sordos y los frenos descompuestos.
Sus días eran de otro y el atestiguaba desde su propio adentro.

Porque hasta que lo eterno comenzó, nunca había valorado las simples decisiones. Agua caliente en vez de fría. Cuchara en vez de tenedor. Azúcar en vez de nada. Y que tan sencillos movimientos hiciesen de su té un arroz lo volvía loco.
Lo volvió loco.

Ahora 7 am.
Lo veo tocar el piano sin que nadie lo escuche. No creo que estos meses lo hayan curado en absoluto. Quizás quizo ir al baño cuando terminó en las teclas. Alguien toma sus medicinas y vigilo que las trague. Otro sigue en la ventana, aquel camina con sus voces siempre a cuestas. Y escucho los acordes que salen de tus dedos autónomos, tan oscuros como tus ojos, como mis planes, como el mañana que ahí espera, sin irse nunca del marco.

Yo sólo me pregunto si él sabrá que lo distingo. Si ayer quiso estar conmigo cuando se fueron las luces, o si sólo quería abrir la puerta, cuando uno de sus bichos lo llevó a mis labios... a mi cama de hierro helado, a mi guardia siempre adrede.

(por suerte le robé su lora azul
y no saben a qué juego bajo este guardapolvo
esperando que sus visitas no vengan
tragando sus píldoras,
escribiendo sus historias,

y sin que nadie, nunca, sepa la mía)

jaque

A veces me enfermo y la luna me cuenta un cuento
a veces me caigo y ni el piso se entera.

tuve piernas, ruedas, las alas amarillas de mi madre
tuve trabas, cierres, me amputaron los insultos a tirones.

me abrazaron los deseos mariposa, sin nombres, detalles ni tiempo de rubores
me quemó un amor de nueve vidas, todas de corrido, todas de la mano.

comí colores distintos con agua de la fuente misma mientras plumas y sonidos se mareaban de sonrisas destellantes
lilas
suaves a la vista del que duerme en mañanas de canela
con las razas perfectas y los ojos secos de brillo

vomité vacíos repetidamente perpetuos
desde rincones con esquinas puntiagudas de heridas siempre recientes
con el sólo aroma de la espera en una línea

fui buda
fui bares

hice los ríos y esas piedras que no había antes de dos
hice agujeros
aquel caos que acabó con los suspiros

soy lo claro y lo confuso en una sopa que una vieja sin pezones se toma de a tragos lentos revolviendo mi cabeza que ya no puede de rulos ni viento y le escribe a un fantasma de leyenda que la encuentre en el bosque que no conoce
para ver su cara en el libro
y que alguien lea su mierda
coma sus verduras
rece sus mentiras
prenda la luz de noche

porque tuve esa infancia de foto de gaseosa y ardieron las manos marcando mi frente
quise a mi oso y las latas de galleta
y estuve en lo hondo
y era un sol sin gas

pero esa vieja me engaña y me están pariendo y soy ella de nuevo
con la sopa mareada
los pezones ausentes
las ideas perturbadas
buscando esa forma de decir mi nombre, de escribir infancia o mirar el hoy
de ordenar el cubo
poner la mesa
encontrar el punto donde giré hacia ese otro lado

soy el hielo de este vaso puro
la llama de este pucho ennegrecido
soy el juego donde el tiempo no se rinde
y las piernas se incrustaron a este trompo.

A la luna no le importa que me muera

A la luna no le importa que me muera.
Que se me vayan cosiendo los bolsillos, y vaciando los zapatos, y soltando los colores. Nos huele de reojo el rocío que ni ganas de mojarnos, mientras nos vemos dormir de día tras esa cuerda empapada que respira alcoholes, a punto de llamas, con ayeres tan lejos, nublados, tantas comas como lenguas bizcas.

Éramos nuestra mejor versión.

Y que la luna saliera eran tus platos verdes. La cena, escasa y con risas, con película vieja y espera sin uñas.

(El sillón y sus tomos de vida con pulgas que viajaban buscando, y vivían en él un rato, hasta que la polilla avanzaba o alguna nueva excusa nos vomitaba al piso. Nos dejaba mezclando sudores, azulejos. El amanecer eran dos tazas)

Pero a la luna no le importa que me muera, y sigue aunque el vaso se me caiga y tus trapos no lo limpien ni tus pies me corten carcajadas.



Tengo un espejo circundante.

Mostrándome un ojo que se aspira, el otro agujero, números. Los labios en trenza, subiendo a una oreja triangular, habitada por cuises, pétalos sin hilo.

Me miro de nuevo, y ella.

Ahora ahí, reflejada hasta en lo opaco. Aunque ate las rejas, cuelgue tres bichos al vidrio y al cielo. Desde un agujero de rata me muestra que pasea, a trompadas con estrellas, sexo limpio con boreales. Lo mismo escupe un collage de lo ido, todas rotas e imparejas las fechas en la frente.

En un círculo perfecto, flúor con tiempo. Allá tan cerca, la laguna del desliz; las piedras tragadas, las manos perdidas. Los quinientos treinta cuatro insultos que me bañan por segundo cuando viene la noche.

Mierda.

Que la luna saliera eran todos sus sonidos.

Era un freno en mi puerta, otro plástico abierto. Las toses de los viejos que no llegamos a ser juntos, con la hamaca de las drogas y la manta manchada. Y el gemido que empañaba la alacena, mientras quince atunes envidiaban nuestras gotas.

Era la mueca, que tira al labio hacia un costado y el otro y arruga las narices y muestra los dientes beiges. La puta sonrisa que no vuelve mientras siga lloviendo dentro de mi casa.

A la luna no le importa que me muera.

Ni que manche estos papeles con queso, ni que tenga los pies más grandes de tanto pisar torcido, en medio del charco, al costado de lo cierto.

Me está saliendo una paloma del lado triste del ojo.

Ya con vergüenza de haberse tirado en este hueco, el cuerpo que era cuando todavía los ríos, los juegos a la vela, las ganas de tragar.

Y a mi no me interesa para plantar tres papas, cortarme el pelo, pescar la chance. A mi no me afecta ni ésta luna de año nuevo, ni el ocaso campante con sus rarezas de apocalipsis moderno.


Porque a la luna no le importa que me muera,

cada vez que la veo,

cada vez que no estás.