sábado, 10 de abril de 2010

Convivir, o sin.

Nadie tiene ganas de ver a nadie y a él se le cae el azúcar siempre afuera, pegoteando la mesa de mamá, los floreros de ciruela. Tiene un fantasma con pelusa en el ombligo, tierra seca en las arrugas -amarillas- y juega al yo-yo sin hilo. Si total nadie tiene ganas de ver a nadie y no le chiflarían aunque estuviese pelando palta en el medio de la ruta, vizco, con zapatos de charol.
Se llama cada día como quiere, como para que ni putearlo pueda el pobre tipo, el pobre peatón, el pobre empleado, el pobre habitante de una tierra que jamás lo eligiría si tuviese opciones.

Así los huevos.
Los fríe y Arnaldo (es martes y vió ese nombre en una regadera) se lleva las yemas al patio, al hombro, sin que exploten. Y el flaco tipo y sus claras, sus cenas. Los días, la vida, los trenes. Esconderle boletos, mojarle el flequillo, soplarle un par de hongos a la ojota izquierda. Toda una sucesión de hechos sin hache porque hasta las letras, hasta los ruedos; y el narigón tipo se nos cae en la avenida, resfría de nada, exhibe sus tobillos.
Un sutil inconveniente tras otro y tras otro y tras, y de pronto la sutileza es una soda que ni se enfría porque ya nunca podrá completar un crucigrama sin que alguna letra sobre o se corra o se corte del papel mientras el grillo canta, lo aturde de tanta sonrisa grillal.

Así los hamsters.
Los ata y Kiromi (es jueves y trasnoche de cine chino) condénalos a girar en esas ruedas blancas plásticas de tortura divertida, y nunca un bicho que dure más que el queso. Con uno, cinco, grises agujeros al capricho que el sucio tipo no hace más que comer con el sombrero resignado, las uñas más largas y un té eternamente frío.

... tendrías que meter a los patos que se salen de la línea en una bolsa imaginaria de arpillera para que puedas tirarlos en el mar de tu mente y nunca más te recuerden que vas volviéndote loco...

sin parar y con cejo fruncido, decíale la kioskera del colegio. Palabras que ahora recordaba, pegando los ojos al vidrio para degustar las olas por la ventana -siempre marco de por medio- y pedirle al tiempo que su fantasma se indigestara, se indigiese, se indiría. Como sea pero no más dentro de las latas de galletitas palmera, detrás del sillón de las rupturas, debajo del fax con el que se autoindemnizó del último trabajo la misma tarde en que lo echaron por no poder cortarse el bigote.
Pero esperemos, el bigote... esa escoba de pelos donde el tuco reposa y los besos pinchan. Ese atado como de acelga pero de lluvia de canas que pintan toboganes a la boca.
Ese bigote le gustaba. Claro. Era fuerte, viril, era de esos tipos de bonanza que no caminan sino patean la tierra y que no te vean con su mina o con su vaso porque pluf.
Y así en el pluf de la alegría, justo en el ojo de ese pluf cayó en la cuenta de que amaba el elegante subrayado de su nariz mayúscula, y de que siempre se lo había postergado hasta que un día. Hasta que un viento. Hasta el fantasma.
Y tampoco quería yemas ni tecitos calientes ni lo que no tenía. (y odiaba los hamsters y se los comió todos).
Quería eso que era su vida de pobre tipo felizmente casado con un ser que vaya uno a saber porqué carajo habrá pasado a saludar pero ahí estaba.

y entonces qué? No hay más enojos, ni peleas de polenta en las paredes, ni las burlas de las sábanas en flote. No hay más baños en el patio por si acaso, pero sí. Si ama ese revuelque infantil entre macetas. Esa ducha de manguera, de siesta nueva aprovechada.

Pero allá un pasillo. El espejo trunco saca un arma hecha de fotos, vidrio y el presente. Hay verguenza, hay envidia de color oscuro. Hasta un ser imaginado germinaba más coraje en sus plantillas. Y se huele la caída de la ficha en esa máquina gigante, esa pesada cabeza canosa caliente.

...Y bueno Rifelino (domingo, día de nombres con moño) ahora te quiero.
Pero si no puedo mezclarte con el vapor de algún café, voy a irme yo primero para que bailes a mi gusto mientras me enfrío....

El fantasma no le dió una última burla. No sacó las balas. Lo dejó apretar.

Y todos sus patitos se alinearon.
Se metieron tanta bosta en los bolsillos y largáronse a la niebla, a la vida, al fin.
Y ese mar en su cabeza, sin ventanas, se olió más puro que nunca sobre el pasto nuevo.

(a veces, nadie tiene ganas de ver a nadie)
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