domingo, 4 de abril de 2010

bichos rojos

Que trabajaba tanto como un esclavo oscuro, decían las viejas de medias caídas y rulos maquillados.
Pero a él no le importaba qué pensaran las viejas, porque hubiese querido atarlas a la parada de algún colectivo, y ni eso hubiese podido hacer, tan cagado estaba...
Él tenía bichos rojos en los dedos y en las venas y en la lengua siempre viva que jamás callaba a pesar de sus deseos.
Cada día una parte de su cuerpo le dictaba los sopapos o revolcones que vendrían con la noche. Sus ojos iban con él tenues como los de una vela, cansada de no ser necesitada. Una vela con anhelos de una boca, para apagarse sola y putear a todos los fuegos.
La materia (siempre gris) funcionaba correctamente, pero una cosa es querer y otra que el cuerpo responda al diálogo.
Porque sabiendo que debía cruzar a la izquiera, al llegar a la esquina sus pies doblaban al contrario. Y así pasaba relojes girando hacia lugares erróneos hasta que todos ellos se unían en dos horas y cuarto de espera para llegar, finalmente, a la puerta. Allí donde treinta minutos más sus manos jugarían a vacíar el portafolios sacandole todo, menos la llave.
Así se quedaría en su trabajo hasta el tiempo de los bares con piso húmedo y llamadas desafortunadas; mitad recuperando horas de llegadas tardes, mitad para no salir a comprar pan y terminar tocándole el culo a la chica que reparte los diarios.
Así las vecinas nuevamente.
Así a él sin importarle.
Y otro día llegaría con la misma incertidumbre, con el mismo pantalón sin uso sobre la silla que sus piernas se negaban a estrenar cada mañana.

Pero él tenía una lora bastante azul a la que usaba como una confesora.
Si quería leche y pedía hielo, allá iba camino a casa contándole cómo deseaba un vaso lleno y de qué manera tiraría los cubitos por la ranura del balcón
-si sus manos lo dejaban-
Sólo con la lora podía hablar mal en voz alta de su cuerpo invadido, de sus bichos rojos, de sus llantos de verguenza adulta.

Los días eran como trenes con maquinistas ciegos.
Como boletos con destinos borrosos, con boleteros sordos y los frenos descompuestos.
Sus días eran de otro y el atestiguaba desde su propio adentro.

Porque hasta que lo eterno comenzó, nunca había valorado las simples decisiones. Agua caliente en vez de fría. Cuchara en vez de tenedor. Azúcar en vez de nada. Y que tan sencillos movimientos hiciesen de su té un arroz lo volvía loco.
Lo volvió loco.

Ahora 7 am.
Lo veo tocar el piano sin que nadie lo escuche. No creo que estos meses lo hayan curado en absoluto. Quizás quizo ir al baño cuando terminó en las teclas. Alguien toma sus medicinas y vigilo que las trague. Otro sigue en la ventana, aquel camina con sus voces siempre a cuestas. Y escucho los acordes que salen de tus dedos autónomos, tan oscuros como tus ojos, como mis planes, como el mañana que ahí espera, sin irse nunca del marco.

Yo sólo me pregunto si él sabrá que lo distingo. Si ayer quiso estar conmigo cuando se fueron las luces, o si sólo quería abrir la puerta, cuando uno de sus bichos lo llevó a mis labios... a mi cama de hierro helado, a mi guardia siempre adrede.

(por suerte le robé su lora azul
y no saben a qué juego bajo este guardapolvo
esperando que sus visitas no vengan
tragando sus píldoras,
escribiendo sus historias,

y sin que nadie, nunca, sepa la mía)

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