domingo, 4 de abril de 2010

Bermudas en un triángulo

"Tengo platos en el piso.”
“Tengo miedo de lo oscuro.”
“Tengo una arteria pinchada.”

La violeta fue primera en declarar, mientras sus manos chorreaban espuma, su pie jugaba involuntariamente con la esponja que besaba el azulejo. La cerámica caliente, por el agua, los descuidos, la caída…

“Podría haberme visto de reojo, con estos ojos que las plantas no olvidan, en cualquier burbuja de las miles que viajaban por mi casa. Podría, entonces, haberme preocupado por este violeta oscuro que fue creciéndome desde los brazos, hacia abajo, hacia los pies que tuve.

Pero no pude verme ni tampoco picharlas, no me deshice de ningún vestigio de detergente y aún así no logré un reflejo claro porque nunca puedo quedarme en las cosas de mi casa. Nunca puedo dejar mi huella en los boletos de trenes, ni abandonar mi saliva en un vaso. Sospecho que no tengo sombra y así cada vez menos tacto, contacto con lo sólido, los cólicos de mi garganta que no saben evacuarse hacia ningún bidet.

Por eso rompí los platos, quizás, porque mis manos se van volviendo transparentes y livianas y acuosas, o tal vez los restos de tanta gelatina en tres o cuatro compoteras que no llegué a malabarear como en esas fotos de los circos.

Porque cómo entrar… cómo deslizar los pies entre la loza de un millón de platos que no pude mantener entre las manos, y que nunca llegaré a enjuagar…”

Hablaba y sus ojos parecían espumarse. Sus iris fijos hacia su falda, donde un trapo que hacía partes de repasador, descansaba mientras tanto.

A su izquierda la imagen resplandecía. De terror, pero de luz al fin.

La segunda en declarar era amarilla, tanto como el brillo que la cubría y enrojecía sus ojos bizcos.

“No puedo moverme o salirme de esta lámpara, no logro voltear la mirada hacia otro rincón que no me ciegue. Todas las horas de negrura que acumulo en esta ropa, en los pliegues ya sucios, débiles. No logro hacerme cargo de los miedos que me pesan, extraviados en el silencio de este cuerpo, que espera finalmente su partida. Va a yacer mi hombro en una mariposa, mañana temprano, y las oralidades no harán falta, y me veré dormir despojada de lo negro.

Dormir en los campos que imagino, a los lados que dibuja mi cabeza, con todo el brillo del mundo en una mano. Y no recordar lo oscuro, no temerlo ni acunarlo en esta frente. Ser la conclusión por la que el sol sonríe.”

Pronunció la letra tardía que iluminó su cara, y apoyó su costado en el tercer y último hombro. El rojo, el mal logrado, la piel más percudida que cualquier mujer haya tenido.Las tres mirando al frente y ella aún sin voz. Bebiéndose su tiempo en una gota salada y fría. Su mejilla congelada de llanto y ausencia.

Catorce minutos y otra arruga en la mirada que le habla al espacio. Pero la roja piel que escamaba un abandono, no produjo sonidos más que un vómito de venas. Su interior en su antebrazo chorreando humedades de dolor; salió su pecho por la boca y así un desamor se declaró a sí mismo.

El viento las besaba.

Y así permanecieron amanecidas, en el silencio crudo de la observación.

Las tres con sus vestidos espantosamente similares. Con sus manos tan jovenmente sabias, sus piernas mecidas por inercia. Los antojos de una vida que las sentaba una lado de la otra, sin mirarse, sin oídos; con el filoso capricho de las horas que lastiman al que espera en soledad.

Las tres muñecas cargadas de ayer, en el estante astillado, eran parte de memorias aún vivas. Alejandra guardaba su infancia en un hoy, y no tapaba los baúles más que con tinta nueva. Alejandra y su adentro tan vivo, con platos y miedos y plumas anhelando presencia.

Todas juntas en sus ojos, la repisa, los vestidos. Todas reposando y reviviendo de sus dedos.

Su apellido, Pizarnik.Sus muñecas de infancia, sólo parte de la historia.

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