domingo, 4 de abril de 2010

El tipo del lienzo

El tipo con piso de loza pinta con manos extraviadas. Con esos dedos que la gente pierde en una oreja o en las máquinas de gaseosa. Y ni siquiera traza; sólo espera, observa, se condena a atestiguar un presente del que no forma parte.
Su lienzo vive de antojos. El tipo con el baño de baldosas desparejas, sabe que no podrá pintar de nuevo, ni diseñar en taxis, ni subrayar en servilletas, ni imaginar en el bidet.
Su lienzo se pinta solo.
Y lo trágico es la certeza. La exacta premonición de los colores que tendrán sus horas, los puntos de fuga que se suman a una vida ya cegada.

Comenzó una mañana sin café ni sobras del día anterior. La pereza del trayecto al almacén obligó a un pan duro y té colado cinco veces. Mientras apoyaba la taza sobre su rodilla, el ventanal sin lavado mensual del living se quebró en un aullido sordo.
Sordo y trágico como el disparo que siempre anheló escuchar y no pudo.
Sobresaltado; sobre -salteado de óleos verdes y una gota espesa en la pupila, giró hacia él y ahí estaba, lleno. Aquel que había dormido sus años entre macetas y discos de un blues desconocido, ahora estaba, finalmente, vivo.
Y mientras a la inmutabilidad de nuestro tipo le salían lunares, desdeñando toda idea artística de originalidad, en él rodó la chance de un sueño. Sólo que el calor del agua en sus pies era demasiado tibia, y el olor penetraba hasta en sus mangas, y era martes, y él sabía que era cierto.
Intentó razonarlo en vano, sabiendo que la razón y lo fantástico no comen en el mismo plato. El tipo de la heladera celeste, estaba perplejo y repleto de cenizas. Quieto, y oliendo a pintura fresca.
El viernes la novedad seguía siéndolo, pero aún sin indicios de revelación optó por desacalambrar las extremidades y salir a la calle. Salir a la calle. Andar por la calle. Mirar la calle y beberla con un lienzo a sus espaldas que continuaba latiendo un verdeazul indescifrable.
Y sólo llovió. Un azul extraño, es cierto, pero nada asociable para el tipo de los cordones rotos.
Hasta que sí….
La reiteración mutó a rutina inevitablemente. Y el siguió sus días de veredas empinadas y narices de pelo negro lacio. Y empezó a asociar aquello que sólo miraba de reojo antes de cruzar la puerta (primera mitad ignorancia, la otra simplemente celos). Comenzó a unir los colores a los hechos o susurros o noticias de los diarios. Y atando los hilos de un pincel que ya había roto, vio cuán claro el lienzo en su capricho, le dictaba cada mañana el transcurrir de su día.
Pronto supo que lo azul era lluvia, o invitaciones de pesca, o su resuelta vecina con un nuevo plan. Y que lo verde era desgracia (voluntades de un lienzo emancipado), y lo rosa tristeza, y lo amarillo una dicha leve. Y así.
A cualquiera podría agradarle un pequeño anticipo matutino. Sugerencias de paraguas o evitar llamadas nocturnas. Pero no al tipo de las botamangas desparejas; y no al año, no a los muchos años de conocer cada gota desparramada en el lienzo, de entender cada tono, de prever cada paso.
Sin embargo la salida no era sencilla ni próxima ni simplista como cualquiera imaginaría. No si el tipo ya ha creado una adicción, una simbiosis absoluta con aquella tela tan muda y engreída, tan putamente sabia. Pero como a todo artista el hábito le dolía más que nada. No había forma de eludir los dictados ciertos, ni maneras distintas de cruzar la calle, ni un modo nuevo de no mirar al sol.
Los días del tipo gris siguieron formando cruces en la pared. Y sus pasos se volvieron lentos, y su pelo paja, y su paja nula. Los cubiertos no se usaron más, y la ropa destiñó en su cuerpo.
Su voluntad y comisuras se habían ido juntas.
Entonces frenó con las dos manos. Aquellas de dedos perdidos y dibujos pasados con cigarros consejeros.
Brindó con agua por el pintor que habría sido sin su lienzo. Por lo que había dado, y nunca más saldría de su frente.
Cruzó la puerta, dejando atrás sus baldosas desparejas, su heladera celeste y sus etcéteras; y atando sus cordones rotos compró pintura y pincel nuevos. Regresó a la casa que usurpaba el lienzo y por última vez sus ojos volaron entre la maceta y los discos de aquel blues de olvido.

Así le sucedió a este tipo, que sí escuchó finalmente el sonido del disparo. Que mientras iba apagando la mirada, vió bailar en los azulejos tristes, a su sangre aún viva y a un óleo rojo contento.

No hay comentarios: